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miércoles, 10 de junio de 2009

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El diseñador

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Todas las piezas estaban montadas y ajustadas. Decidió conectarla y halar la palanca. Había cuidado muy bien que esa pieza, en específico, no se hubiese tocado más de lo necesario. Hasta ese preciso momento él no tenía ninguna seguridad de que la palanca de encendido funcionara como se suponía. Era una duda con respecto al funcionamiento que se había dado el lujo de tener. Eso le desataría algún suspenso extra en el último momento posible. Cerró los ojos con nerviosismo y presionó el botón y haló la palanca metálica hacía sí . Abrió un ojo poco a poco y el otro permaneció cerrado por un tiempo indeterminado. Entonces respiró con alegría. Finalmente su pequeña empresa era sólo suya y ya el no sería un proletariado más en la línea de producción intelectual.


Jamás pensó que llegaría así de lejos el día en que lo contrataron como diseñador. El lugar era un tanto inusual, el fin aún más. Pero era, finalmente, su primer encargo profesional. Comenzó por cosas convencionales, luego quiso dar rienda suelta a su creatividad y concibió formas inverosímiles. Poco a poco fue absorbido por su trabajo de modo tal que en los restaurantes pedía el refresco y un vaso extra, en este vaciaba el contenido tomable y permanecía absorto en lo que quedaba. Lo hizo tantas veces que al final de sus días conocería cada restaurante del área por el manufacturero de los moldes, pero eso fue mucho después. Durante este tiempo de dedicó sólo a la observación de diseños intrépidos, y los veía en los lugares menos esperados en todos los momentos.

Un día de suerte se dio cuenta de la realidad más simple. Nadia quería formas inverosímiles que les resultaran incomodas. Tales formas arruinaban la idea más básica del objeto en sí mismo. Lo hacia irreconocible y le quitaba la magia de la simplicidad acostumbrada. Aquellos hombres con corbata nunca se habían detenido, como él, a mirar la forma más tradicional de todas. No entendían el error tan grande que cometían! Fue por ello que se retiro de su primer trabajo estable.

Ese fin marco el comenzó de su nuevo sueño. Él solo, y sin ayuda de nadie más, construiría su propia fábrica y alcanzaría un balance entre lo tradicional y lo levemente innovador. Entonces sus antiguos empleadores lo querían de vuelta, pero sería muy tarde ya. Con esa idea en mente puso en marcha la maquinaria necesaria para manufacturar esa forma perfecta. Sería un cubo, simplemente un cubo con líneas en los lugares ideales. Mejor aún serían varios cubos, todos diferentes e individuales pero prácticamente iguales para el ojo conformista. Pero él sabía que esa discreción era la clave de la satisfacción y que eventualmente y el momento menos esperado alguien dejaría su actividad cotidiana de servirse un jugo y notaría, casi con duda, que estaría frente a una obra singular. Por un momento él y esa persona compartirían un secreto obvio para los observadores y, con suerte, pensaría en él: el diseñador de hieleras.