Hace frío. La temperatura es perfecta. Ahí, abajo, está la costa y las olas chocando incesantemente con la arena. Desde aquí parece una superficie uniforme. Lisa. Agarro la primera roca que veo. La tiro. Cae, choca y eso afecta su velocidad. Finalmente rueda falda abajo en el acantilado.
Segunda piedra. Un par de pasos hacia la derecha. Aquí no hay arena y el agua socava lentamente la pared del acantilado. La dejo que ruede, desde mi muñeca hacia la punta de mis dedos. Y cae. Cae libremente y puedo escuchar, si presto mucha atención, el sonido del viento a su alrededor. Me preparo para oír el agua. Choca con una piedra y se parte en dos pedazos grandes y otros más pequeños.
Tercera piedra. Camino un tramo aún más largo que el anterior. Aquí la playa queda más lejos. Se ve la yerba fresca y veo, o imagino, brillos de rocío sobre ellas. Separo mis manos con su carga, las levanto, las separo. Y cae. La veo dar vueltas, girar sobre un centro imperceptible. La yerba la acoge y no veo más que el espacio que deja.
Cuarta piedra. La guardo en el bolsillo. Regreso al auto.
Escena segunda.
Me levanté con la preocupación de quien tiene a alguien a su cargo. Pero lentamente me di cuenta de que no era así. Ahora, entre una taza de café y mis tostadas quemadas reconozco el sentimiento. Han sido varias noches ya. Soñé que alguien me pedía que le adoptara. Era una pena haber perdido la costumbre del diario de sueños. Los sueños o las sensaciones se repiten y son demasiadas las veces que la impresión de frecuencia se ve afectada por los deja vu. Y pienso que debería: poner menos mantequilla en la tostada, que nunca había tenido ese sueño anteriormente, y que tal vez es la sensación lo que me confunde. Valdría la pena, intentar al menos, recordar ese o cualquier otro sueño y me doy cuenta de que es imposible hacerlo a conciencia. Tal vez más mantequilla ayude al desánimo.
Escena tercera.
Aquí, viendo el sol caer recuerdo, si es que es digno de llamarse un recuerdo, una voz telepática de unos labios que no se movieron nunca. Decía, rogaba, que regresara mañana. Que lo intentara otra vez mañana, y yo, yo quería quedarme. Y cogí su frágil mano y la tuve que soltar. Y entonces vi que no era ella nada más. Que ella era mía pero quedaban todos aquellos seres sin reclamar. Y yo, que había encontrado a la mía, dejaba su mano caer levemente, y ella fijaba su vista en mí. Decía, rogaba, que regresara mañana. Que lo intentara otra vez mañana, y yo quería quedarme.
Antes era, quizás, ella también. Era un gato, y le pregunte a su madre si lo regalaba. Me dijo que tendría que llevarme al gato, porque la niña estaba, casi, adherida a él. Entonces pensé en llevarme a la niña y el gato fue sólo un detalle menor. Tenía cuatro años. Era mía. Y agarré su frágil mano. Pero no podía llevarla conmigo. Y la vi irse con su madre a ser regalada en otra parte. Y yo no podía reclamarla mía.
Escena cuarta.
Me gustan las azoteas. Aquí parada puedo corroborar la simultaneidad de la ciudad. Me fascina poner el pie en el límite máximo de superficie y sentir ese mareo instantáneo y la perdida momentánea del foco visual y auditivo. Miro hacia abajo. Siento con la mano la piedra en mi bolsillo. No me atrevo a tirarla. Aquí la altura es deliciosa, intimidante, atrayente. Quiero ver la piedra caer, pero no la tiro. Quisiera saber como se siente el viento sobre mi frente, pero no me tiro.
Escena quinta.
La televisión nunca es buena compañía. Pero aquí, sangrante, no tengo mucho más que hacer. Allá hablan sobre los abortos y aquí pienso en el hijo que no se engendró este mes tampoco. Mi cuerpo expulsa lo que ha preparado para él y yo quisiera paralizar el proceso. En nueve meses un niño más va a no nacer. Y pienso en el destino, en el suave flujo de acontecimientos constantes que acaece sobre la superficie del mundo. Aquí, donde muchos hijos engendrados tampoco nacen. Me pregunto qué destino cruel permite su temprana formación y el esfuerzo inútil de un cuerpo por sostenerlo y protegerlo para luego interrumpir la formación de un individuo independiente fuera del útero. Si la existencia de las almas, o del individuo fuera real, aquel ser podría muy bien existir en otro cuerpo luego de cada intento fallido de nacer. Aunque quizás pertenezca, sin remedio alguno, al primer cuerpo donde de antemano decidió intentarlo originalmente y sólo ante la muerte de una de las partes recurra a un cuerpo secundario. Como cuando no se encuentra la tapa de un envase perfecto y se busca uno que sirve casi igual. Llegada esta conclusión decido que es mejor apagar el televisor.
Escena primera
Miro por el espejo retrovisor el sol a medias. Veo frente a él una pequeña saliente. Apago el motor justo después de encenderlo. La cuarta piedra me pesa en el bolsillo. Camino fijando la vista en aquel pedazo de tierra que parece tocar el sol y me importa poco mirarlo directamente, me deleita poder hacerlo sin temor a consecuencias futuras. No existirán. Llego y la piedra aún se tambalea en el bolsillo. La toco, la levanto, la coloco sobre mis dedos. Entonces giro la mano. Y cae. Cae con un silbido, cae liviana y gira… gira. El agua salpica levemente. Logro ver entonces como la corriente la empuja hacia la costa y allí yace junto a la yerba acogedora.
Me espanto ante tanta perfección y miro un punto fijo en el horizonte. Toco mis brazos y doy algunos pasos. Entonces me llega el vértigo y es embriagante. Cae sobre mis sentidos como una cortina de humo. Entonces puedo sentir el zumbido en mis oídos y ver el mar cada vez más cerca. Y giro… giro. Y entre giro y giro recuerdo. Y veo la niña que era mía. Y pienso en los niños no engendrados y me doy cuenta que ahora ella tendrá que buscar otro cuerpo y es cierto que no puedo llevarla conmigo. Y caigo. .
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