I
Si la noche te persigue, entrégate a ella. O al menos así debe ser. Y sin embargo aquí me encontré contigo, en el abismo de los dormidos-despiertos. La pantalla es el nuevo sol de las noches y los rayos de demasiados pixeles que chocan contra tu piel y regresan, convirtiendo tu rostro en luna de tu entorno. Tus ojos casi cristalizados, atentos, semi cerrados me atienden. Quizás cruces las piernas bajo la sábana tibia mientras escuchas la lluvia. Quizás te preguntes por qué no duermes, pero eres incapaz de responder y continuas, por inercia, en tu estado actual. Ahí quedas, con la cabeza recostada en alguna pared, con los miembros inactivos colgantes, inutilizados por las horas previas. Levantas la vista y ves escasas polillas zarandeando la luz en el poste. Hipnotizantes, insoportables. Y una vez más tus ojos caen en la pantalla, en su trampa y su encanto. Me miras. Lees una parte de mi que ya no me pertenece, estrellada como está contra el espacio cibernético. Hasta que decidas dejarte alcanzar por la noche.
II
Mantienes los ojos abiertos. Y te preguntas por qué aún me prestas atención. Te recuerdo a alguien, algún sonido lejano. Tal vez el tono, la velocidad, la sintaxis confusa y poco práctica o el abuso de las comas. Cierras los ojos. Parpadeas una o más veces. Entonces recuerdas, a duras penas. Sonríes. Escuchas la lluvia y piensas en la buena suerte de mayo. Mueves las piernas otra vez, aunque quizás sea un movimiento involuntario que mueve la computadora sobre tus rodillas. Cierras, abres. Cierras.
III
Allí está la costa. Observas la arena, tan suaves al tacto de tu vista. Sus ondas, sus dunas, sombras. Recostado en la baranda mueves los globos oculares hacia arriba lentamente e inconcientemente. Pausas. Has chocado con el agua. Entonces tu vista juguetea con las olas según mojan la arena, enfocas y corres hacia la orilla y luego hacia el mar. Pero no te mojas. Subes y bajas con sus vaivenes en busca del horizonte. Entonces lo notas. No existe tal horizonte y el mar continua, infinitamente hacia el cielo, lo cubre y lo desaparece.
IV
Izquierda, derecha, izquierda y agarras la almohada.
V
“Me dejas boquiabierta”. Dice mientras tu sólo vez que sus ojos son púrpura. Ella es tu amiga, lo sabes. Te coge de la mano y te ofrece algo, sabes lo que es. Entonces bajas la escaleras con ella y entras a la cocina llena de libros, anaranjados. Como el árbol que rompió el techo allí en la sala, lo recuerdas. Buscas aquello, lo que sabes que es, bajo la loseta. Ella, tu amiga, se te acerca. Te dice algo que reconoces, algo verde. Le entregas, eso, que es preciado y ella lo guarda bajo su ala. Lo escuchas, es horrible, es rojo y viene por ti, tiene sentido. Y la escondes bajo tu ala, y corres a la calle. La calle conocida. Estás cerca, lo piensas, brincas pero te alcanza.
VI
Apagas el despertador. Tocas tu cara. Sacas la sábana y caminas hasta el lavamanos. Horas después, en algún tapón del área metro te preguntarás si no habías corrido en esa carretera anteriormente, algo que tenia que ver con rojo, quizás una camisa, o una muchacha que nunca habías visto. Pero ella era púrpura, o quizás era su libro o algún objeto que desconoces totalmente. Libros, cocina, anaranjado, árbol y aquello, aquello que era algo preciado… y ella. Y cuando por fin pienses, en un momento de lucidez, que todo tiene sentido… algún miserable te hace un corte de pastelillo y ya no te importarán los colores ni los horizontes. Hasta que la noche te persiga, te alcancé y te disfrace el mismo objeto de otra cosa.
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