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sábado, 13 de diciembre de 2008

El sonido insignificante.

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Ese particular sonido, no me dejaba ni vivir. Quizás lo más desesperante era la incapacidad de los demás para escucharlo. Mi audición era superdotada sólo para ese sonido. Las movía rápido, una por una pero tan ágilmente que parecía un solo sonido en vez de muchos, uno detrás del otro. Mientras intentaba ser productivo no podía cesar de preguntarme cuantas patas tiene un ciempiés. Era culpa de la madera vieja, allí se cuelan, viven y se reproducen esos diminutos cuerpos con sus múltiples miembros. Ese particular sonido, el de esa criatura, no me dejaba razonar. El movimiento era tan rápido y sin embargo su desplazamiento tan lento. No podía verlo, lo sé porque la dirección tardaba demasiado en cambiar. La falta de eficiencia del ser me carcomía. Abre cartas en mano. El ruido absoluto, suficiente para ocultar todos los demás, aquellos sonidos que escuchaban los que no podían escuchar este. La madera era húmeda. Húmedo también era el sonido. Lo peor no eran las pisadas sobre la madera podrida, sino el movimiento de las coyunturas, el pequeño choque entre el exoesqueleto, la pata y la pequeñísima área blanda. Era la insoportable posibilidad del desplazamiento de las escasas carnes. Mi capacidad para escuchar el leve movimiento de ese líquido negro que queda cuando el animalejo pierde su insignificante vida. No tan insignificante de todos modos, porque ahí estaba yo, despedazando mi propia pared, incapaz de vivir por su causa.

A Juanluís y sus crímenes tropicales.